martes, 14 de febrero de 2012

Madrugada de Sábado

El bosque tenía miedo, más que yo a la tenue luz de la luna menguante, mientras Pilar y yo caminábamos entre las rocas. El frío cortaba la respiración. No había viento, sólo estrellas, el rítmico son del agua, ella y yo. 
Salimos de Quebrantaherraduras trotando alegremente. Cruzamos el río en Cantocochino y después continuamos por la autopista hasta la pradera del refugio Giner.
Bajo la sombra del Tolmo, ese reverberante pedrolo inmenso caído de las alturas hace milenios, apagamos los frontales y aguzamos el oído: nada más que el lejano rumor de la corriente, que se asemeja ligeramente al sonido remoto de la populosidad de la urbe, y nuestra respiración agitada.
Continuamos caminando a buen ritmo hasta el Collado de la Dehesilla. Desde allí podíamos contemplar las luces de los pueblos colindantes, bajo el fulgor de las estrellas y planetas, que desde el cielo parecían saludarnos.
¡Qué sensación tan maravillosa, sentirse único en ese instante del tiempo y del espacio!
Las montañas, las rocas y las estrellas viven para siempre. Hablan, se comunican en términos inimaginables para los humanos, pues ante su inmovilidad y permanencia han contemplado millones de lluvias, vendavales, incendios, extinciones, actos de amor y paseos nocturnos. En tiempos de las piedras, esa noche consiste en un punto infinitesimal de su historia, que quedará rápidamente olvidado con el paso imperturbable del tiempo y de la evolución. Pero para mí, no. Permanecerá grabado para siempre entre mis conexiones neuronales como el día en que la Pedriza nos acogió entre sus brazos y nos cuidó como si fuésemos sus hijas.

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