lunes, 13 de agosto de 2012

La homeopatía y la pediatría

Yo no lo podría decir mejor:


    Extraído de  http://www.famiped.es/en/node/624


    La homeopatía nace a finales del siglo XVIII de la mano de un médico alemán llamado Samuel Hahnemann (1755-1843). La medicina de la época carecía de rigor científico y trataba de “equilibrar” los que llamaban humores del cuerpo con procedimientos dolorosos, agresivos y que, en muchas ocasiones, provocaban el agravamiento del paciente. Así, era común que, para tratar las enfermedades, se hicieran heridas en la piel para que el enfermo perdiera sangre; también le provocaban vómitos y diarreas. En muchas ocasiones, el tratamiento era mucho peor que la enfermedad.

    En esos años, las enfermedades eran entendidas como enfermedades del espíritu y no producidas por causas que hoy todos conocemos: infecciones, cáncer, enfermedades metabólicas, etc., de modo que lo importante para esa medicina eran los síntomas y cómo acabar con ellos.

    El Dr. Hahnemann, impresionado por el sufrimiento de la medicina de la época, inventó otra modalidad de tratamiento basada en una idea que nunca ha sido demostrada y que consiste en que una cosa que produce un síntoma, también es capaz de quitar ese síntoma. A eso lo denominó principio de similitud. Así, un proceso tan común como el catarro, cuyos síntomas son conocidos por todos (picor de nariz, mocos, lagrimeo, ojos rojos), podía provocarse mediante el contacto con el jugo de una cebolla. Siguiendo el principio de similitud, la cebolla curaría los catarros porque provoca síntomas similares. Claro que no parecía razonable que a una persona acatarrada se le pusieran sus ojos y su nariz en contacto con el zumo de cebolla, porque todavía su situación sería más molesta. Para evitar esto, estableció el segundo principio de la homeopatía: el principio de la dilución. En este caso, un poco de zumo de cebolla se echaría a miles y miles de litros de agua y un poco de ese agua curaría el catarro. Además, Hahnemann estableció sin prueba alguna que cuanta más agua se echara, más potencia tendría ese preparado. Por ejemplo, si echáramos una gota de zumo de cebolla en una piscina, unas gotitas de esa agua de piscina tendrían menos potencia curativa que unas gotitas de agua obtenidas de una gota de zumo de cebolla echada en una cantidad de agua mayor que el océano Atlántico. Tanto en un caso como en otro, gota de zumo de cebolla en una piscina o en el océano, nos parecería que esa agua no contendría nada de ese zumo o que la posibilidad de encontrar la sustancia que pretende ser activa (zumo de cebolla) es prácticamente nula. Esta sospecha de que echando cada vez más agua se pierde lo que se disuelve en ella fue demostrada científicamente por Amedeo Avogadro poco después del inicio de la homeopatía.

    La homeopatía se vio obligada a reconocer que sus productos no contenían sustancias activas, sobre todo aquellas que se disuelven en grandes cantidades de agua, las más potentes según los homeópatas. Para no reconocer el error de sus planteamientos, los homeópatas establecieron que, aunque el agua no tuviera nada más que agua, sí tenía “memoria” de que había estado en contacto con esa sustancia, y solo con ella, pese a que el agua, en su ciclo natural, esté en contacto con infinidad de sustancias de la atmósfera y de la tierra. ¿Cómo conseguían los homeópatas que el agua recordase solo la sustancia pretendidamente activa y olvidase que había estado en contacto con cientos de sustancias en su ciclo natural? Simplemente, golpeando y agitando la mezcla de agua y sustancia pretendidamente activa. A este proceso lo llamaron sucusión o potenciación.

    Es fácil entender que los crueles tratamientos de la medicina de finales del siglo XVIII y de inicios del siglo XIX eran peor aceptados que los tratamientos a base de agua (homeopatía), que no solo no sometía al organismo a riesgo alguno sino que, además, dejaba que éste utilizara sus mecanismos naturales para la curación de algunas enfermedades. En este contexto se explica el auge y el entusiasmo que produjo la homeopatía.

    En estos últimos doscientos años, la medicina científica se ha centrado en las causas de las enfermedades y no en tratar los síntomas, siendo este cambio de concepto asumido por todos. Así, si una familia acude al pediatra porque su hijo tiene fiebre y tos, pero sabe que se debe a una neumonía bacteriana, la preocupación de los padres consistirá en que su pediatra le indique el antibiótico adecuado para tratar la causa de la enfermedad y no en que deje de toser o de tener fiebre. Los síntomas que motivaron la consulta desaparecerán cuando se cure la enfermedad.

    La medicina científica es responsable de grandes avances para la salud, tanto en el tratamiento y prevención de enfermedades como en los métodos diagnósticos. Hablar de la importancia de las vacunas, de los antibióticos, de los analgésicos, de los avances de la cirugía o de la genética, por poner algunos ejemplos, no es necesario para personas medianamente informadas.

    Por el contrario, la homeopatía ha pretendido dar un tinte científico a sus postulados de manera torpe e inútil. Así, Joseph Roy, médico homeópata francés, dijo en plena pandemia gripal de 1917 que la gripe era causada por una bacteria, a la que denominó “oscilococo” (oscillococcinum en el argot homeopático). Todos sabemos que la gripe está producida por virus y, además, nadie ha visto al tal oscilococo. No obstante, hoy en día se comercializan preparados del inexistente osciloco, obtenidos a partir de una mezcla de hígado y corazón de pato, como tratamiento de los síntomas gripales. Durante el siglo XX, los defensores de la homeopatía han recurrido a todo tipo de artimañas, incluso a los fraudes científicos, para justificar su práctica, sin demostrar ninguna utilidad curativa. En definitiva, la homeopatía no ha demostrado proporcionar ningún otro beneficio que el atribuible al efecto placebo ni en adultos ni en niños, ni para el tratamiento de las enfermedades ni para la prevención de las mismas.

    El uso de la homeopatía es aceptado por la sanidad pública en algunos países como Gran Bretaña, pese a que los órganos científicos consultivos del Parlamento y la Asociación Británica de Medicina solicitaran que la homeopatía no debía reconocerse como medicina y que no debería ser financiada por el erario público, por la inexistencia de base científica. En Alemania, cuna de la homeopatía, no se financia desde 2003, como tampoco ocurre en otros países de Europa y Norteamérica, a excepción de Francia. En cualquier caso, sea cual sea el país, los productos homeopáticos no deben pasar por los controles rigurosos que pasan los medicamentos y solo se les exige un registro sanitario, porque todas las autoridades científicas y administrativas aceptan que los productos homeopáticos no contienen sustancias activas.

    En Pediatría, el uso de productos homeopáticos no causa problema alguno en los niños (excepto los intolerantes al excipiente), pero pueden ocasionar serios problemas de salud por evitación de tratamientos de utilidad demostrada o por el retraso en el diagnóstico y tratamiento de esas enfermedades. Además, entender las enfermedades como conjunto de síntomas a tratar, sin considerar que muchos síntomas comunes como la fiebre y la tos son mecanismos de defensa del organismo, sin combatir la causa de la enfermedad, es un planteamiento arcaico, inconveniente y nocivo.

    En ocasiones, algunas familias confunden homeopatía con otros remedios de la llamada “medicina natural” o “medicina alternativa” donde se recurre a hierbas, extractos de plantas, minerales u otros productos que sí tienen potencialmente capacidades terapéuticas y también tóxicas.

    Los medios de información y las nuevas tecnologías de la comunicación promueven el consumo de productos homeopáticos y de otras modalidades de las llamadas medicinas complementarias, generando en las familias una razonable duda sobre la conveniencia de su empleo para el tratamiento de las enfermedades de los niños. Si se da este caso, lo mejor es hablar con su pediatra de atención primaria para que le informe adecuadamente sobre las eventuales ventajas y riesgos de otras formas de medicina. Nunca debería suspender un tratamiento por indicaciones de otras personas o por información obtenida de terceros sin consultar antes con su pediatra.



Os recomiendo encarecidamente el libro "Bad Science" de Ben Goldacre, donde aborda todos estos temas de una manera sutil e irónica.

¡Feliz noche estrellada a todos!

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